“La llama de la ilusión” de Félix Mateo Cubo

Siempre he vivido con una emoción especial el último día de colegio; tras despedirme de mi maestra y de mis amigos, salía corriendo hacia casa para hacer las maletas y de esa forma dar comienzo las vacaciones.

Guardo en mi memoria grandes recuerdos de cada uno de los veranos que he pasado en el pueblo, pero, sin lugar a dudas, el verano de 1986 jamás lo podré olvidar. Lo vivido durante cada uno de esos días me acompañará para siempre. Lo que sí está claro es que desde aquel momento nada volvió a ser como antes. Por desgracia, todo en la vida es temporal, lo que perdura son los bonitos recuerdos del pasado y la nostalgia que vivimos al pasear por los rincones donde fuimos felices.

Desde que Julia nació apenas hemos ido algunos días sueltos al pueblo, pues sin la abuela nada es lo mismo, parece extraño, pero es como si la casa estuviera triste, como si añorara los momentos vividos tiempo atrás. Aun así, soy una persona de tradiciones y este año me he dispuesto a acondicionar la casa y así poder disfrutar como solíamos hacer cada verano. Llevo todo el invierno viniendo los fines de semana a cambiar tejas rotas, podar los viejos robles cuyas ramas han roto los cristales de algunas ventanas en un intento desesperado por unirse a las viejas vigas de madera del techo, reparar los postigos, barnizar las puertas, reponer el leñero para la cocina y el fuego. Pero por fin, este fin de semana todo estará terminado y para celebrarlo vamos todos juntos de camino al pueblo a disfrutar de un precioso y primaveral fin de semana en la casa de la abuela.

—Papá, ¿crees que este verano vendrán más niños al pueblo? ―me preguntó Julia.

—Seguro que vendrán más familias cariño, no te preocupes ―contesté sin convicción alguna.

Miré por el retrovisor del coche y vi como Julia esbozaba una ligera sonrisa tras mi respuesta. Era normal… ni siquiera yo me había creído aquella mentira.

Qué razón tenía mi abuela cuando decía que los juicios, críticas y preguntas de los niños eran las más puras y difíciles de responder o complacer…

Tras un par de horas de recorrer caminos serpenteantes llegamos a nuestro destino. La casa iluminada por los últimos destellos anaranjados del día no nos mostró la más cálida de las bienvenidas, sino todo lo contrario.

—¿A que ha quedado genial? Mañana con más luz veréis lo bonita que está, y esperad a ver el interior…

Julia contempló la casa a través de la ventanilla del coche. Desde la comodidad de su asiento pudo ver un pequeño chalet antiguo lleno de parches, rodeado de una tierra oscura con hierbajos que en tiempos mejores debió estar cubierta de césped y plantas aromáticas.

—Claro que sí, cariño. Mañana lo veremos mucho mejor. ¡Cuando la decoremos un poquito va a quedar estupenda! ―dijo Alicia con entusiasmo.

Las reparaciones se alargaron más de lo previsto y estuvimos todo el fin de semana limpiando en profundidad toda la casa. Solo pudimos relajarnos en la tarde del domingo, cuando nos sentamos en el porche trasero a merendar y disfrutar de un precioso atardecer.

—Papá, ¿por qué en esta casa no crecen las flores?

—Al no vivir nadie aquí durante el año para cuidarlas, las plantas no pueden crecer.

—Entonces ¿por qué el resto de casas sí que tienen césped, árboles con hojas y flores? Los nuestros están totalmente pelados… ―respondió mi hija con astucia, pues había dedicado el fin de semana a comprobar que la nuestra era la única casa del pueblo en esa extraña situación.

Alicia me miró, pensando qué respuesta iba a darle a nuestra hija y si realmente había alguna explicación.

—Y a ese árbol ¿qué le ocurre? Parece estar reforzado por cientos de tablas, ¿es que está enfermo?

—No, Julia. En ese roble mis abuelos construyeron una casa para que mi madre y mis tíos jugaran de pequeños.

—¡Qué guay! ¿Podemos repararla para jugar este verano?

—Eso es imposible, cielo. Es muy peligroso; las maderas y el árbol son muy antiguos… no creo que sea sensato subir a jugar ahí arriba.

—Jo, pues vaya rollo… Por cierto, aun no me has contestado a la pregunta ―recordó Julia, ya que no iba a aceptar un silencio incómodo por respuesta.

—Es por la ilusión… esta casa ha perdido la ilusión.

Mi mujer y mi hija me miraron asombradas; no comprendían a qué me refería.

—¿A qué te refieres, cariño?

—Voy a contaros la historia de mi abuela Carmen y cómo el verano en el que ella nos dejó fue el más maravilloso que he vivido jamás.

Fue el verano de mi séptimo cumpleaños cuando, como cada mes de junio, empecé a hacer mi maleta con gran ilusión para venir al pueblo, pero ese día sonó el teléfono de casa y lo que debió escuchar mi madre no tuvo que ser muy agradable, pues apenas pudo contestar y tras colgar el teléfono rompió a llorar desconsolada.

—¿Qué te pasa mamá? ¿te encuentras bien?

—Ve al taller de papá y dile que venga corriendo, la abuela está muy enferma y tenemos que ir lo antes posible al pueblo.

Nunca en mi vida había corrido tan rápido como aquel día para avisar a mi padre. Juntos volvimos a casa y tras terminar las maletas iniciamos el viaje, uno cargado de silencio e incertidumbre, pues no me atreví a preguntar qué le había pasado a la abuela; tenía tanto miedo que prefería imaginar que no había sido para tanto, seguro que mamá exageraba y en unos días estaría preparando los bocadillos para ir a merendar al río.

Al llegar a casa de mi abuelita fuimos corriendo hacia su dormitorio. En el pasillo estaban sentados todos mis primos y algunos vecinos. Al interior de la habitación sólo entraron mis padres y me obligaron a quedarme sentado junto a la entrada.

Aquel verano no nos recibimos con abrazos y besos, fue todo muy raro, pues apenas nos miramos a la cara.

—Hola, enano ―dijo Nacho, mi primo mayor ―. Los mayores dicen que esperemos aquí, luego nos dejarán pasar a ver a la abuela.

Tras asentir con la cabeza, el silencio reinó hasta bien entrada la tarde, cuando el médico abandonó la habitación y nos dejó pasar.

La abuela estaba dormida en su cama, ese verano no pudo estrujarnos los mofletes, ni darnos esos besos que se escuchaban desde la otra punta del pueblo. He de reconocer que los eché mucho de menos en aquel momento. Uno por uno, le dimos un besito en la frente y salimos de la habitación de forma ordenada y sin hacer ruido.

La primera semana del verano fue muy extraña. Mis padres, por motivos de trabajo, tuvieron que volver a la ciudad, al igual que el resto de mis tíos y primos. Ese verano la abuela no podía hacerse cargo de sus nietos y todos se fueron excepto mi tía Jacinta, que vivía en el pueblo, y pidió a mis padres que me dejaran allí para que la ayudara con la compra y los recados necesarios para la casa.

Aún recuerdo la noche en la que todos se marcharon, me salí a tomar el fresquito un rato con mi tía y trató de explicarme algo que no terminé de comprender.

—Tía Jacinta ¿qué le ha pasado a la abuela? ¿cuándo se va a recuperar?

—No lo sé, Miguel… está muy malita y el médico dice que no sabe si lo superará.

—Pero ¿qué clase de resfriado tiene? ¿Es la gripe o algo así?

—No, Miguel. La abuelita es muy mayor y está tan cansada que su luz se está apagando. De una forma lenta, pero acabará por apagarse algún día ―intentó explicarme de una forma sencilla Jacinta.

De pronto, miré al cielo y al ver tantas estrellas iluminadas empecé a imaginar que el corazón de mi abuelita tenía la forma de una estrella, una vela de cera con cinco puntas y en el extremo de una de ellas lucía una llama, la cual con el paso de los años había ido derritiendo la cera y debido a su edad estaba a punto de consumirse.

Cada mañana al despertar, desayunaba con mi tía y le ayudaba a hacer las camas y dar de comer a las gallinas. Después me daba una lista de recados y tras dar un beso a mi abuelita, cogía la bici e iba a comprar todo lo que incluía aquella interminable nota de tareas. Al volver a casa me ponía a jugar con mis soldaditos y después de comer mi tía me obligaba a dormir la siesta, pero como a mí no me gustaba dormir, esperaba a escuchar sus ronquidos y salía sibilino de la habitación para ir a ver a mi abuelita. Me encantaba sentarme a su lado y cogerle la mano, no lo vais a creer, pero cuando hacía eso sonreía, a pesar de no abrir los ojos, creo que sabía que estaba ahí y eso me hizo tener una gran idea.

—Enseguida vuelvo, abuela. Voy a leerte un cuento.

Ella siempre nos leía cuentos y en las noches de tormenta nos abrazaba y contaba historias de fantasía para entretenernos y que no tuviéramos miedo. Por eso, ahora que ella estaba malita yo debía cuidarla e intentar que fuera feliz. Fue extraño, pero mientras leía el cuento noté como la mano que teníamos unida me agarraba con fuerza, creo que era su forma de indicarme que le estaba gustando la historia del pirata garrapata.

Durante toda la semana, aproveché las siestas para contarle muchas historias más: cuentos sobre sirenas, princesas encantadas, enormes dragones, cerditos constructores… Recuerdo que durante esos días las mejillas de mi abuelita estaban más rosadas y parecía estar feliz, pero llegó el fin de semana y con la visita de mis padres, tíos y primos, no hice mucho caso de la abuela, pues todos juntos nos dedicamos a hacer lo que suelen hacer los niños en verano: pasear en bici, bañarnos en el río y jugar en la calle hasta altas horas de la madrugada.

Ese fin de semana mi abuela empeoró, empezó a sentirse mal y tuvo que volver el médico para mandarle más medicinas que tuve que ir a comprar a la farmacia.

Con el inicio de una nueva semana, volvimos mi tía Jacinta y yo de nuevo a la rutina y, por supuesto, continué contándole a mi abuela cuentos cada tarde. Durante esa semana volvió a mejorar muchísimo, sobre todo una tarde en la que saqué de mi mochila un cuadernillo de problemas y tras tumbarme sobre el fresco suelo de su dormitorio me puse a realizar cálculos en voz alta.

—A ver… si tengo quince manzanas, me como tres y vendo once, ¿Cuántas manzanas me quedan?

—Una ―respondió una voz tenue sin dudar.

Por un momento dudé si había sido yo mismo y me mantuve en silencio. Al no escuchar nada más, terminé la resta y, efectivamente, el resultado era una manzana.

—En una granja hay cinco cerdos, tres vacas, doce gallinas y dos gatos. ¿Cuántos animales hay en total? ―leí en voz alta.

—Veintidós ―respondió de nuevo la misma voz.

Me levanté rápidamente del suelo y volví a leer de nuevo en voz alta otro problema.

—Si compro 30 caramelos y tengo 5 primos. ¿Cuántos caramelos daré a cada uno para que todos tengan la misma cantidad?

—¡Seis! ―dijo mi abuela con algo más de intensidad.

¡Era increíble! ¡La abuela estaba resolviendo mis problemas! Corrí a despertar a mi tía para que viniera a verlo, pero para mi sorpresa no me creyó.

—Deja descansar a la abuela y no te inventes esas cosas, ella está muy malita y no deberías estar en su habitación. Debe estar tranquila. Mejor ve a jugar un rato.

A pesar de sus consejos, cada tarde, cuando Jacinta empezaba a roncar cogía mis cuentos y cuadernillos de problemas e iba junto a mi abuelita pues, de algún modo que no puedo comprender, ella me escuchaba y resolver mis problemas le hacía sentirse feliz. Pero de nuevo llegó el fin de semana y al no hacer nuestros deberes volvió a empeorar. Esto me hizo llegar a la conclusión de que la medicina que necesitaba eran mis libros.

Cuando vino el médico, sin dudarlo ni un momento, fui al dormitorio y se lo dije.

—Doctor, por favor, no mande más medicinas a mi abuelita. Yo sé lo que necesita: esta semana le leeré el cuento del patito feo y la bella durmiente, haremos las páginas 11 y 12 del cuadernillo de problemas y ya verá como mejora.

—Ja, ja, ja, ja, qué cosas dice este niño… por favor, sal de la habitación y déjame trabajar ―respondió el insolente doctor sin mirarme.

—¿Por qué le has dicho eso al médico? ―preguntó Patricia, una de mis primas.

—Por nada… es una tontería…

—Cuéntamelo, Miguel, por favor, prometo no reírme como este antipático señor.

—Está bien… he descubierto que lo que hace que la abuela mejore son mis libros. Verás; todas las tardes le leo un cuento y juntos hacemos problemas. Patricia, créeme, ¡ella los resuelve todos!

—No es posible, Miguel, si no puede ni moverse.

—Quédate esta semana conmigo y con la tía, te lo mostraré.

—Está bien, Miguel, me quedaré con vosotros. Ya estoy aburrida de jugar todo el día en nuestro pequeño piso.

A la mañana siguiente, sonó el timbre de la casa y Patricia y yo salimos para ver quién llamaba a la puerta. Era Matilde, la mejor amiga de la abuela, que venía a visitarla. Todos juntos fueron hasta su habitación y estuvieron un rato allí. Cuando Matilde decidió marcharse, los niños la acompañaron hasta la salida.

—Esto… Matilde, ¿sabe si a mi abuelita le gustaba estudiar en la escuela? ―pregunté a la vecina.

—Por supuesto que le gustaba ―respondió la anciana sin dudar―. Pero desgraciadamente no podía ir, en casa la situación era difícil y necesitaban dinero para salir adelante, por ello, desde muy jovencita tuvo que irse a trabajar.

—No lo entiendo, Matilde… Entonces, ¿cómo es que mi abuela sabe tantas cosas? ―dijo con intriga Patricia.

—Verás, jovencita. La mayor ilusión de Carmen era ser maestra y como no podía estudiar, al salir del colegio le traía mis libros para que pudiera estudiar durante la noche. De ese modo pudo aprender todo lo que yo estudiaba ―explicó Matilde muy triste―. A pesar de que yo sí conseguí ser maestra, ella jamás se sintió celosa, sino todo lo contrario, siempre me daba ideas sobre actividades que podía hacer en clase con los niños. Vuestra abuela tenía una imaginación impresionante, de no haber sido por las circunstancias de la vida… hubiera sido una maestra extraordinaria.

Nos quedamos tan impresionados con las palabras de nuestra vecina que no pudimos ni despedirnos de ella, pues lo que habíamos escuchado confirmaba todas nuestras sospechas: ¡la abuela estaba intentando ayudarnos con nuestros deberes!

Esa misma tarde Patricia y yo fuimos a su dormitorio y tras leerle un cuento, mi prima empezó a leer en voz alta los ejercicios de su cuadernillo de repaso.

—¿De qué tres provincias está formada la Comunidad Autónoma de Aragón? A ver… voy a pensarlo son: Huesca, Zaragoza y…

—¡Teruel! ―dijo la abuela sin dejar terminar a Patricia.

—¡Tenías razón, primo! Creo que la única forma de curar a la abuela es que pasemos más tiempo junto a ella para que nos ayude a aprender.

—¡Eso es, Patricia! La abuela será nuestra maestra este verano.

Al escuchar aquello, la abuela se movió ligeramente en su cama y sonrió. Durante toda la semana, Patricia y yo pasamos todo el tiempo posible junto a la abuela leyendo, haciendo tareas de matemáticas, geografía y un sinfín de cosas más. A medida que íbamos ampliando nuestros conocimientos, la abuela se iba recuperando, hasta el punto que para el fin de semana siguiente la abuela ya tenía periodos de lucidez en los que hablaba con sus hijos y nietos, fue como un milagro al cual el médico no supo dar explicación. La cuestión era que la abuela estaba mejorando y debíamos compartir el secreto con el resto de nuestros primos, pues nosotros éramos la clave para salvarla de aquella misteriosa enfermedad.

La siguiente semana eran las fiestas del pueblo y todos los tíos y primos se quedaron en casa de la abuela para ayudar a la tía Jacinta y poder disfrutar de las atracciones de la feria y de las actividades y juegos que organizaba el ayuntamiento de la localidad. Esto nos permitió contar al resto de nuestros primos lo que habíamos descubierto, pero no nos creyeron.

—Vamos a ver, enano, la abuela nunca ha ido a la escuela, sabe muy pocas cosas, es imposible que pueda ayudarte con los deberes y mucho menos en su estado, seguro que está agotada y lo que menos le apetece es escuchar tus historias ―argumentó Nacho ―. Venga, vámonos a la feria que nos vamos a perder los fuegos artificiales.

El resto de primos le siguieron sin rechistar, todos excepto María y Óscar, un vecino que pasaba por allí y escuchó la conversación.

—Yo sí te creo, Miguel, tu abuela siempre me ha ayudado a hacer los deberes ―dijo aquel niño.

En ese mismo instante, vimos cómo la luz de la habitación de la abuela se encendía, pero no podía ser: la tía estaba durmiendo y no había nadie más en la casa.

—¡La abuela se ha despertado! ―gritó María―. ¡Rápido! Debemos volver a casa.

Los cuatro niños corrimos y al llegar vimos que la abuela estaba sentada en la cama muy sonriente.

—¡Hola, pequeños! Mientras volvíais estaba diseñando estos planos ―dijo la abuela.

—Para qué son, abuela ―pregunté muy asombrado.

—Pues veréis, necesito que me ayudéis a llegar a la casita del viejo roble, pero como no puedo caminar tendréis que construir esta polea que he diseñado para subirme.

—¿Se puede saber para qué quieres subir a la casa del árbol, abuelita? ―preguntó Patricia.

—Menos preguntar y más trabajar, cuando estemos arriba lo descubriréis je, je, je.

Solo disponíamos de unas horas hasta que nuestros tíos y primos regresaran de la feria, de modo que no podíamos perder ni un solo minuto. En los planos estaban explicadas todas las instrucciones, de modo que, utilizando una cuerda, un caldero de zinc, una bicicleta vieja y la polea del pozo construimos el mecanismo. Entre todos subimos a la abuela en su silla de ruedas y la llevamos con cuidado hasta el patio.

—¡Muy bien, jovencitos! Ahora ponedme en el caldero y tú, Óscar, que eres el más fortachón, ponte a pedalear para subirme arriba.

Parecía magia, pues cada pedalada que daba el niño hacía que la abuela fuera subiendo y en un santiamén estuvo en lo alto del árbol. El resto de niños subimos por la escalera de tablones que había anclada al tronco del roble y todos juntos entramos al interior de la casita. La abuela nos ordenó encender unas velas y pudimos contemplar algo maravilloso, la casita del árbol en realidad era un aula escolar, con su pizarra, sus pupitres y sillas, sus posters con las letras del abecedario, tablas de multiplicar, murales de animales y plantas, mapas del mundo y un sinfín de cosas más.

—¡Bienvenidos a la clase de la señorita Carmen! Llevo toda la vida acondicionando este lugar y por fin ha llegado el momento de darle uso, este verano yo seré vuestra maestra, de modo que en cuanto suene el primer ronquido de mi hija Jacinta, vendremos aquí para aprender cosas divertidas ¿qué os parece?

—¡Me encanta la idea! ―dije muy ilusionado.

El resto de niños coincidieron con mi afirmación y estaban entusiasmados y felices de ver tan feliz a la abuela. Lo que sucedió a partir del día siguiente fue algo maravilloso, me atrevería a decir que incluso mágico, pues día tras día los niños acudimos a las clases de la señorita Carmen. Cada vez se iba extendiendo más el rumor entre los niños del pueblo, los cuales mantenían el secreto y estaban pendientes de los ronquidos de Jacinta para acudir a la escuela del árbol. Finalmente, todos los primos y el resto de niños del pueblo disfrutamos con las divertidísimas clases de la abuela Carmen.

Era extraño, pero día tras día, la felicidad de la abuela parecía contagiarse al viejo roble, de cuyas ramas empezaron a brotar hojas verdes y brillantes, el jardín y los maceteros se llenaron de flores preciosas que los niños regaban con alegría. Por fin, Carmen había cumplido su sueño y terminó los últimos días del verano feliz por haber podido hacer realidad la ilusión de su vida.

Al llegar el mes de septiembre, casi todos los niños volvimos a nuestras ciudades y el pueblo volvió a quedarse solo de nuevo, esperando con nostalgia la llegada de un nuevo verano que diera vida a sus calles.

A mi querida abuelita le debió suceder lo mismo pues aún recuerdo sus últimas palabras antes de marcharme a casa: “Gracias, Miguel, por mantener encendida mi luz un ratito más. Recuerda que mientras haya ilusión en tu corazón, podrás hacer todo lo que te propongas”.

Aquellas palabras sonaron a despedida y así fue, un mes más tarde la luz de mi abuelita se apagó para siempre.

—Papá —dijo mi hija cuando terminé mi historia ―prométeme que volveremos la semana que viene para arreglar la casa del árbol ―dijo Julia mientras me abrazaba, y yo miraba fijamente hacia el suelo para ocultar las lágrimas que brotaban de mis ojos.

Al escuchar las palabras de mi hija, la miré y vi en su cara la ilusión. Miré también a mi mujer la cual asintió con la cabeza, pues la idea de Julia le parecía perfecta.

También miré hacia el viejo roble y contemplé algo asombroso: de una de sus viejas y secas ramas había brotado una hoja, observé con más detalle el árbol y comprobé cómo eran muchas las ramas que empezaron a cubrirse de hojas diminutas que luchaban por captar los rayos del sol para crecer. En ese instante, me di cuenta de que la llama de la ilusión crecía de nuevo en el corazón de mi familia y estaba en mis manos mantenerla encendida durante el mayor tiempo posible.

—¡Por supuesto que sí! ¡Vamos a reparar la casita del árbol! Presiento que este verano va a ser el más bonito de nuestras vidas.

Félix Mateo Cubo

Relato premiado en la categoría local del X Certamen de Narrativa “Villa de Socuéllamos”

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