Uno de los miedos más arraigados en el alma del ser humano es el miedo a morir. Podríamos identificarlo incluso con el pavor originario en el que se sostienen las demás variantes del miedo. La carta a los Hebreos nos indica cómo Cristo murió precisamente para esto: «Libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud» (Hb 9)
El terror ante la muerte hunde sus raíces en nuestra natural resistencia a desaparecer. Tras la aparente desintegración de todas las relaciones el ser humano queda sólo como jamás había experimentado. Estamos hechos para el amor y la muerte se nos presenta como la soledad más radical. En el transcurso de nuestra existencia podremos sufrir soledades, pero ninguna semejante a la del tránsito final. En el instante de su partida, el hombre queda solo con su propia mismidad. Entonces, cuando todos los vínculos se han desintegrado, solamente permanece el olvido propio de las sombras. Precisamente así entendían la existencia de los difuntos en el sheol los antiguos hebreos: sombras carentes de rostro condenadas al olvido.
Sin embargo, la tradición cristiana se ha encargado de rebatir toda esta concepción de tintes paganos. Durante las celebraciones de estos días los creyentes visitamos el cementerio, rezamos, adornamos con flores la frialdad de la sepultura, para significar que la apariencia no es precisamente realidad. Nuestros difuntos no están solos, ni han desaparecido eternamente porque el Viviente ha eliminado toda soledad con su resurrección. Ni estamos solos en la tierra ni lo estaremos en la vida eterna. La presencia de Cristo hace que la frontera de la muerte pase a ser la puerta hacia un mundo de relaciones nuevas.
En la «tierra de los santos» todo se sustentará en nuestra relación con Dios. Precisamente, ahí también, tendrá su fundamento la relación con los seres queridos que allí nos esperaban o, incluso, los que irán llegando. Lo que aparentemente era soledad perpetua se ha poblado de hermanos entorno al amor de un Padre. La familia del cielo es el destino «natural» de toda existencia creyente, de ahí que la tradición popular haya hermanado las fiestas de santos y difuntos. En el plan de Dios, la muerte es simplemente la antesala de la gloria. Quiera Dios que no seamos nosotros los que, rechazando el amor, alcancemos una soledad verdadera, porque no quisimos hacer espacio al regalo del «reino preparado para nosotros desde la creación del mundo».
Ángel Moreno, Párroco de Argamasilla de Alba.