
La reciente publicación en Facebook que ha hecho Vicen Alcolea Delicado mostrándonos una excelente fotografía de su tatarabuelo Julián Alcolea Giménez, nacido en 1859, me da ocasión de recordar a la familia de uno de sus hijos, concretamente su hijo Romualdo Alcolea Bonilla, bisabuelo de Vicen, nacido en 1885, casado con Dolores Izquierdo Gómez, con sus tres hijos varones, Julián, Francisco y Salvador, y sus tres hijas Dorotea, Dolores y Vastación.
Esta familia del Hermano Romualdo siempre fueron vecinos de mis padres en la calle Retamosa (actual Francisco Giménez). Estaban puerta con puerta, la relación de su familia y la mía era de estrecha amistad, como correspondía a la sociedad de aquel tiempo, en la que los vecinos eran como familia, lo cual no evitaba que yo, como los demás niños de la calle, cuando solo teníamos 3 o 4 años le tuviéramos al Hermano Romualdo un miedo atroz.
Quiero aclarar el tratamiento de Hermano o Hermana. Así llamábamos a los hombres y a las mujeres de edad, como señal de respeto y cariño. Aunque había otras personas también mayores que por su educación o titulación se les trataba de señor o señora, siempre eso sí, con los artículos el y la por delante: el señor Cándido, la señora Victoria.

Era el Hermano Romualdo un señor muy mayor, al menos desde mi perspectiva de niño así me lo parecía. Lo veía huraño y con cara de mal genio. Se sentaba a la puerta de su casa a liar y fumar cigarros de tabaco verde, que él mismo cultivaba en su pequeño huerto. Exhalaba bocanadas de humo que inundaban el ambiente del pestilente tabaco.
En la foto aparece liando un cigarro de ese tabaco verde que fumaba constantemente, mientras recordaba su pasado de carnicero, profesión que desempeñó durante toda su vida laboral. Una profesión que trasmitió a sus tres hijos, que fueron carniceros en el mercado de abastos de la plaza y en establecimientos particulares en sus propias viviendas.
Manejaba con maestría las herramientas propias de su profesión, grandes y afilados cuchillos, que al verlos los niños nos asustaban, y de ahí el infundado miedo que nos trasmitía, miedo que como es lógico desapareció cuando nos hicimos mayores, y pudimos comprobar con el trato diario que tras el aspecto huraño y cara de mal genio de aquel hombre había una persona honrada y trabajadora, capaz de dar y recibir cariño.
El Hermano Romualdo y su mujer la Hermana Dolores, mis vecinos de siempre, y todos sus hijos, obligados por la implacable ley de la vida y de la muerte, hace tiempo que ya no están en esta vida, pero queda su recuerdo y el solar de la que fue su casa, justo junto a la mía. Y quedan sus descendientes, nietos y biznietos con los que continua mi amistad y de vez en cuando recordamos anécdotas y vivencias de los tiempos en que ellos vivieron. /