NANA A MI NIÑA

- Publicidad -

NANA A MI NIÑA

Mi querida hija: cuando supe que estabas ya en camino, que eras una niña, me llené de alegría, de emoción, de júbilo. Podría enseñarte todo lo que yo, hasta ese momento, había adquirido, incluidos todos mis errores.

Este no es un mundo fácil y mucho menos para las mujeres, nada más que por el hecho de serlo. Durante los nueve meses que estuviste en mi vientre imaginé cómo serías. No me importaban ni el color de tus ojos, ni la forma de tu nariz, ni de tu boca; eso sí, quería que fueras fuerte, muy fuerte. Cuando sentía tus patadas, tus volteretas, presentía que lo serías y, además, estábamos tu padre y yo para encargarnos de ello. Teníamos miedo: nos ibas a cambiar la vida por completo; no me importaba. Estaba dispuesta a guiarte y enseñarte todo, transmitiéndote los inmensos valores con los que me educaron: generosidad, empatía, solidaridad…

Seré la mejor versión de mí misma contigo: reiré, intentaré calmar tu llanto, pero también tienes que aprender a llorar y a tropezar.

Te pediré perdón por las cosas que te negaré, por los errores que cometeré contigo y por consentirte algunas otras.

Qué rápido pasa el tiempo. Fue ayer mismo cuando dejé de comprarte lacitos para el pelo, recortables de muñecas y lápices de colores, y hoy, al pasar por tu cuarto, veo las paredes empapeladas de pósteres de no sé siquiera quiénes son. Por cierto, me tengo que poner al día en letras de canciones y ritmos musicales; hay que dar la bienvenida a los cambios y pasar el duelo de la niñez.

He de pedirte perdón. Creo que he fallado: no supe acompañarte cuando se perdió tu mascota, cuando te pusieron las gafas; no te entendí, para mí estabas preciosa.

Quiero que sepas de la existencia de mi más profundo amor hacia ti. He intentado no limpiar el camino que elegiste al andar, pero siempre he estado ahí para que hablaras conmigo de tus miedos, para amortiguar juntas tus luces y tus sombras, para que sepas que todo podemos resolverlo juntas. Sé que hay veces que no he hecho ni hago lo suficiente; perdón, es un descuido inconsciente.

Has crecido muy deprisa; tu vida y la mía se han ido alejando. Tú has ido en busca de tus sueños; sabes que muchos de ellos no los comparto; sin embargo, sí quiero que los persigas, que camines por ese sendero que la vida te tiene preparado. No estás sola, aunque se te paren las manecillas del reloj y no encuentres tiempo para llamarme o verme, o se te olvide darme los buenos días o las buenas noches, o me mandes un sticker o un emoticono con un beso. Estoy siempre aquí; no lo olvides y camina siempre con la cabeza muy alta.

Has sido libre para ser lo que desees: guerrera, justiciera, espía, bombera, barrendera, escritora, piloto, ama de casa, mamá. Te enseñé que se puede ser de todo a la vez, pero, sobre todo, sé tú misma. Quise que aprendieras a no permitir que nadie, absolutamente nadie, te llamara gorda o flaca, guapa o fea, tonta o lista, morena o rubia. Tú eres tú.

El secreto de la vida es muy fácil y simple: alimenta tu mente con historias de personas y momentos extraordinarios.

Un día te vi distinta; los ojos te brillaban más de lo normal. Te pillaba sonriendo cuando mirabas el móvil. “Nena”, te decía, “cuéntame”, y tú nada: sonreías. Mi princesa se ha enamorado; vale, otra fase más de esta vida. Que sea intuitiva, que sea feliz.

Me confié. Estaba muy segura de ti. Desde el momento en que te engendré eras fuerte, muy fuerte. Llegaste al mundo gritando; tus lloros y gritos eran los de una mujer arriesgada y luchadora. Tus primeros pasos eran seguros; tus juegos, felices, con risas y carcajadas; tus primeros conciertos, tus primeros fracasos, tus desengaños… Todo entraba dentro de la normalidad; todo iba como la seda. Me confié: te vi feliz, te dejé despegarte, te oía reír y dejé pasar.

Un día recibí una llamada de atención de una amiga tuya. Me avisó y no la creí. A mi niña la eduqué en el universo mágico de los cuentos de hadas, de mujeres fuertes y sensibles, con derecho a enamorarse; y, si te equivocas, no pasa nada: se borra y se vuelve a empezar. El cuento termina y comienza otra historia nueva.

Llegaste con él a casa y representó su papel a la perfección: guapo, simpático, educado, detallista y enamorado de ti.

Y un día el cielo se nubló, se llenó de nubarrones. Llegaste a casa cansada, te acurrucaste en el sofá, te tapaste con tu manta de angora y las ojeras te delataban: el semblante sombrío, la mirada triste, tú cansada de todo. Me entró un escalofrío por todo el cuerpo; me estremecí, llegué a temblar: mi hija no está bien. Puse la cafetera al fuego y, mientras el café subía, pensaba cómo hablarte, cómo preguntarte: ¿qué pasa? No quiero entrometerme; quiero que seas tú, mi niña, quien me hable. Cuéntame qué está pasando. Te estoy escuchando. Voy a arroparte. No estás sola; tu madre está contigo. No te voy a insistir: eres tú, mi niña, quien tiene que decidir. Sal. Cierra la puerta. No mires hacia atrás. No recuerdes lo que dejas; todo se puede sustituir.

Recuerda que no te estoy juzgando; todo lo contrario: te estoy escuchando. No es culpa tuya; es de quien ha usurpado tu vida.

Me propuse guiarte siempre, cuidar de tus sueños, llenarte de bienes; y, aun cuando no estuvieses, cuidar de tu sombra y, durante las noches, prometerte que no vendrán ni dragones ni fantasmas a molestarte.

“Tu guardián” (Juanes).

Lola Jiménez López
P. D.: Os recomiendo escuchar la canción Tu guardián, del cantante Juanes.

- Publicidad -
spot_imgspot_imgspot_imgspot_img
spot_imgspot_imgspot_imgspot_img
spot_img
spot_imgspot_imgspot_imgspot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img

MÁS NOTICIAS

NANA A MI NIÑA

- Publicidad -

NANA A MI NIÑA

Mi querida hija: cuando supe que estabas ya en camino, que eras una niña, me llené de alegría, de emoción, de júbilo. Podría enseñarte todo lo que yo, hasta ese momento, había adquirido, incluidos todos mis errores.

Este no es un mundo fácil y mucho menos para las mujeres, nada más que por el hecho de serlo. Durante los nueve meses que estuviste en mi vientre imaginé cómo serías. No me importaban ni el color de tus ojos, ni la forma de tu nariz, ni de tu boca; eso sí, quería que fueras fuerte, muy fuerte. Cuando sentía tus patadas, tus volteretas, presentía que lo serías y, además, estábamos tu padre y yo para encargarnos de ello. Teníamos miedo: nos ibas a cambiar la vida por completo; no me importaba. Estaba dispuesta a guiarte y enseñarte todo, transmitiéndote los inmensos valores con los que me educaron: generosidad, empatía, solidaridad…

Seré la mejor versión de mí misma contigo: reiré, intentaré calmar tu llanto, pero también tienes que aprender a llorar y a tropezar.

Te pediré perdón por las cosas que te negaré, por los errores que cometeré contigo y por consentirte algunas otras.

Qué rápido pasa el tiempo. Fue ayer mismo cuando dejé de comprarte lacitos para el pelo, recortables de muñecas y lápices de colores, y hoy, al pasar por tu cuarto, veo las paredes empapeladas de pósteres de no sé siquiera quiénes son. Por cierto, me tengo que poner al día en letras de canciones y ritmos musicales; hay que dar la bienvenida a los cambios y pasar el duelo de la niñez.

He de pedirte perdón. Creo que he fallado: no supe acompañarte cuando se perdió tu mascota, cuando te pusieron las gafas; no te entendí, para mí estabas preciosa.

Quiero que sepas de la existencia de mi más profundo amor hacia ti. He intentado no limpiar el camino que elegiste al andar, pero siempre he estado ahí para que hablaras conmigo de tus miedos, para amortiguar juntas tus luces y tus sombras, para que sepas que todo podemos resolverlo juntas. Sé que hay veces que no he hecho ni hago lo suficiente; perdón, es un descuido inconsciente.

Has crecido muy deprisa; tu vida y la mía se han ido alejando. Tú has ido en busca de tus sueños; sabes que muchos de ellos no los comparto; sin embargo, sí quiero que los persigas, que camines por ese sendero que la vida te tiene preparado. No estás sola, aunque se te paren las manecillas del reloj y no encuentres tiempo para llamarme o verme, o se te olvide darme los buenos días o las buenas noches, o me mandes un sticker o un emoticono con un beso. Estoy siempre aquí; no lo olvides y camina siempre con la cabeza muy alta.

Has sido libre para ser lo que desees: guerrera, justiciera, espía, bombera, barrendera, escritora, piloto, ama de casa, mamá. Te enseñé que se puede ser de todo a la vez, pero, sobre todo, sé tú misma. Quise que aprendieras a no permitir que nadie, absolutamente nadie, te llamara gorda o flaca, guapa o fea, tonta o lista, morena o rubia. Tú eres tú.

El secreto de la vida es muy fácil y simple: alimenta tu mente con historias de personas y momentos extraordinarios.

Un día te vi distinta; los ojos te brillaban más de lo normal. Te pillaba sonriendo cuando mirabas el móvil. “Nena”, te decía, “cuéntame”, y tú nada: sonreías. Mi princesa se ha enamorado; vale, otra fase más de esta vida. Que sea intuitiva, que sea feliz.

Me confié. Estaba muy segura de ti. Desde el momento en que te engendré eras fuerte, muy fuerte. Llegaste al mundo gritando; tus lloros y gritos eran los de una mujer arriesgada y luchadora. Tus primeros pasos eran seguros; tus juegos, felices, con risas y carcajadas; tus primeros conciertos, tus primeros fracasos, tus desengaños… Todo entraba dentro de la normalidad; todo iba como la seda. Me confié: te vi feliz, te dejé despegarte, te oía reír y dejé pasar.

Un día recibí una llamada de atención de una amiga tuya. Me avisó y no la creí. A mi niña la eduqué en el universo mágico de los cuentos de hadas, de mujeres fuertes y sensibles, con derecho a enamorarse; y, si te equivocas, no pasa nada: se borra y se vuelve a empezar. El cuento termina y comienza otra historia nueva.

Llegaste con él a casa y representó su papel a la perfección: guapo, simpático, educado, detallista y enamorado de ti.

Y un día el cielo se nubló, se llenó de nubarrones. Llegaste a casa cansada, te acurrucaste en el sofá, te tapaste con tu manta de angora y las ojeras te delataban: el semblante sombrío, la mirada triste, tú cansada de todo. Me entró un escalofrío por todo el cuerpo; me estremecí, llegué a temblar: mi hija no está bien. Puse la cafetera al fuego y, mientras el café subía, pensaba cómo hablarte, cómo preguntarte: ¿qué pasa? No quiero entrometerme; quiero que seas tú, mi niña, quien me hable. Cuéntame qué está pasando. Te estoy escuchando. Voy a arroparte. No estás sola; tu madre está contigo. No te voy a insistir: eres tú, mi niña, quien tiene que decidir. Sal. Cierra la puerta. No mires hacia atrás. No recuerdes lo que dejas; todo se puede sustituir.

Recuerda que no te estoy juzgando; todo lo contrario: te estoy escuchando. No es culpa tuya; es de quien ha usurpado tu vida.

Me propuse guiarte siempre, cuidar de tus sueños, llenarte de bienes; y, aun cuando no estuvieses, cuidar de tu sombra y, durante las noches, prometerte que no vendrán ni dragones ni fantasmas a molestarte.

“Tu guardián” (Juanes).

Lola Jiménez López
P. D.: Os recomiendo escuchar la canción Tu guardián, del cantante Juanes.

- Publicidad -

spot_imgspot_imgspot_imgspot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img

MÁS NOTICIAS

client-image