Ahora que hemos acabado una fiesta pagana de profundas raíces como es el carnaval, para transitar, a través de la Cuaresma, hacia otra Católica, como es la Semana Santa; hagamos algunas reflexione sobre la naturaleza de la fiesta.
Es amplio el número de publicaciones a la mera “descripción” de la fiesta; sin embargo, son escasos las que tratan la fiesta como momento privilegiado donde reverdece la “communitas” o “cualidad colectiva moral que expresa la esencia de la fiesta” (Velasco Honorio M:1982), y menos aún las que aportan una visión antropológica de esta. Para ello hemos de considerar la fiesta como un hecho relevante para el conocimiento del hombre y llegar al “fondo esencial emotivo y expresivo de estas manifestaciones populares” (De Hoyos Sainz, S. L:1930) que contienen todas las artes de la vida emocional o estética popular y que forman parte integrante de la vida social donde intervienen elementos sociales y culturales.
Las fiestas nos informan de todas aquellas realidades fundamentales para cualquier cultura y que abarcan, desde los aspectos ecológicos e históricos hasta los expresivos, estéticos o religiosos, sin olvidar los económicos, sociales y políticos. La atención de la Antropología hacia la fiesta estaría justificada, aunque sólo fuera por estrategia etnográfica, dado el interés de las fiestas populares como fase de importancia en la cultura de los pueblos en cuanto a la investigación de su psicología y sociología (Velasco Honorio M:1982).
Se afirma que el hombre siempre ha tenido la necesidad de la fiesta (Rodríguez Becerra, S:2004); con ello ha conseguido romper con lo cotidiano, además de relacionarse con lo sobrenatural (lugares especiales...). La importancia de lo festivo en el contexto de la cultura merece gran atención por ser una actividad indisolublemente ligada al hombre del presente y del pasado, hasta el punto de poder calificarse de complejo cultural de carácter universal. Al mismo tiempo la fiesta también supone ritmo, color, desenfreno (comida, bebida…) en suma, síntesis de los pueblos conectando el pasado con el presente; además de ser pocas las que no tienen un componente religioso. Por esto consideramos que en ese componente religión-cultura nos encontramos valores, economía, familia, grupos sociales, calendario…, en definitiva, todo un conjunto de elementos simbólicos.
En las Edades Media y Moderna el ciclo festivo venía marcado por los tiempos litúrgicos y los domingos; pero antes y después de los quehaceres religiosos nos encontramos recreo y diversión (vigilias y vísperas). Será en el S. XIX cuando los folkloristas finiseculares presentarán la fiesta como señas de identidad nacional (costumbrismo). Más tarde, en la década de los setenta de la pasada centuria, con la transición a la democracia, se buscarán singularidades regionales para justificar el mapa autonómico. En cualquier caso, se puede hablar de “ritos de paso” que suponen la toma de conciencia de la “communitas” en busca de su identidad (comidas, bailes…) lo que afianza la unidad social y territorial, al mismo tiempo que se alcanza la “unicidad” mediante la relación de la sociedad con lo sobrenatural. Véase el carácter agrícola de la sociedad; estaciones que marcan los ciclos festivos. El proceso de cristianización de la sociedad hispana desde el Edicto de Teodosio (así la Navidad corresponde con la antigua fiesta al sol). El carácter de sociedad histórica, es decir, el papel de la Virgen María en el proceso de Reconquista-Cristianización.
Pero el pensamiento postmoderno se ha empeñado en separar tajantemente: el mundo secular de los placeres y el mercado, frente al sagrado, cargado de seriedad y solemnidad. De un lado la fiesta, la alegría, el baile, la lubricidad y los excesos; en el opuesto la procesión, la devoción, el recogimiento y el orden moral. Dos dimensiones, en apariencia, irreconciliables, encarnadas por los extremos de la Cuaresma cristiana: el Carnaval y la Semana Santa. Solo que así no se construye la “unicidad de la communitas”.
Benito Cantero Ruiz. Catedrático de Geografía e Historia y Doctor en Antropología